Hace unos meses, allá por el mes de mayo, recibí una carta en mi domicilio de la empresa de lectura del consumo de agua que presta servicio en mi barrio: debía sustituir con carácter urgente mi viejo contador mecánico -robusto, hispánico, fiable, de fundición- por uno nuevo -endeble, asiático, dudoso, electrónico-. Sobre la tapadera del vetusto aparato, Industrias Españolas S.A.. Sobre el plástico fino del nuevo artilugio, Made in Taiwan.
Lo primero que pensé al verlos juntos sobre el lavabo, fue que el contador español llevaba cincuenta y cinco años funcionando sin una sola avería y que el engendro tecnológico me iba a durar dos asaltos.
Pregunté al técnico porqué era necesario sustituir el uno por el otro, a lo que me respondió con una sonrisilla beatífica, propia de quien cree haber descubierto el principio de la alquimia: "es que éste es inteligente".
Mi viejo contador descansa ahora, como una reliquia más de las que me rodeo siempre que puedo, sobre un estante de mi cuarto, un cerro testigo de una industria nacional ya casi extinta.
Hija bastarda de una fallida revolución industrial -otra revolución pendiente- y del capital e ingenio europeo, la industria española vivió sus años dorados durante el llamado desarrollismo, desde finales de la década de los cincuenta hasta los estertores de la crisis del petróleo. La vieja piel de toro de plagó de chimeneas, ruidos y vaivén de obreros trabajando por turnos. Aportábamos mano de obra productiva y barata y recibíamos inversiones de capital de nuestros nuevos amigos yankees y europeos. Una combinación perfecta para empezar.
Y nos echamos a dormir entre los laureles: mecidos por un crecimiento espectacular y unas mejoras sociales más que evidentes, creímos que el milagro de los panes y las tuercas iba a ser eterno.
El precio del petróleo que comprábamos se disparó, los salarios y la conflictividad laboral también, no pudimos competir con los nuevos países emergentes y, en vez de reconvertir nuestra industria en tecnología, lo hicimos en pensiones, ladrillo, consumo y el monocultivo del turismo.
Y así nos hemos quedado, con un chisme taiwanés que ya da problemas y produciendo humo en forma de sol y sangría embotellada. Pan para hoy y hambre para mañana.
A veces, cuando nos juntamos en familia y oigo a los más viejos hablar de fundiciones, troqueladoras, rodillos, pernos y cadenas de ensamblaje, siento nostalgia de un mundo en vías de extinción.
Ahora vendemos Magaluf.